viernes, 31 de octubre de 2008

Córdoba, dos J y una Mona

Córdoba fue muchas cosas, cómo de otro modo, pero por encima de todo dos chicas con nombre que empieza por J, que conocí como "coordinadoraas" de este viaje y acabaron siendo amigas con derecho a carcajada. Ellas son otra prueba de que la seriedad en el trabajo es bien compatible con la broma y las risas, algo que siempre defendí en las oficinas que frecuenté en mi vida laboral. No haré aquí un excesivo elogio público, me da corte y a ellas supongo que también. Sólo quiero que se sepa que en Córdoba saben lo que hacen, son listos y se ríen mucho.


A mí me hacía mucha ilusión conocer otra Córdoba, mucho más grande (casi millón y medio de habitantes) y ruidosa que la mía, tan distinta. Literalmente tomada por estudiantes "del interior" (aquí, en Argentina, lo que no es Buenos Aires es el interior, algo un poco escandaloso y que dice mucho de cómo se entiende el país), con mucha música sonando en cualquier lugar y mucha cerveza cayendo en los vasos. Simpáticos, los cordobeses son un rato, con ese acento que uno detecta desde que se sube en el primer taxi que le trae del aeropuerto...

Poco sabía de esta ciudad antes de venir, pero Julieta me dejó una revista (Zona de Obras) en la que dedicaron un dossier a Córdoba, y ahí que me lo empollé. ¿Qué te apetece hacer en Córdoba?, me preguntaron. Cualquier cosa, pero hay una que me gustaría mucho... ¡ver a La Mona! La Mona es un cantante de cuarteto, ritmo canalla y verbenero de esta ciudad, que congrega cada fin de semana a miles de personas con tetra brik de vino en la mano y otras sustancias en el cuerpo. La Mona, Carlos Mona Jiménez, es un mito a la altura de un Raphael en España. Lo grande, grande, es que no sólo pudimos ver a La Mona: por las buenas mañas de las coordinadoras, nos colocaron EN EL ESCENARIO, sí, allí, detrás de los teclados y la batería, asomados por una puertecita. La Mona nos besó a la salida, nos invitó a cerveza, nos... Hay momentos en la vida de un hombre que ocurren cosas extrañas, que la realidad se da la vuelta y uno se cuela por una grieta. Fantásticos míos, acabé cantando con La Mona "Un ramito de violetas" ante 5.000 personas. Me salió flamenca, a lo Manzanita. Gracias a Dios yo no me escuché como deberieron escucharme aquellos enfervorecidos fans. Acto seguido, las dos J, Julia y Julieta, salieron a bailarse un cuarteto en medio del escenario.

Grande, muy grande. ¡Grosso!



domingo, 26 de octubre de 2008

Besos en Santiago de Chile

Llegué a Santiago de Chile un sábado y todo eran parejas que se besaban. Era sábado y era noche, no me extrañó demasiado. Al día siguiente, paseo dominical, el asunto tomó tintes dramáticos. El resto de la semana el síndrome continuó, alcanzando en lugares concretos (el cerro de Santa Lucía, los alrededores de Bellas Artes) la categoría de fenómeno paranormal. ¿Será que hay ciudades o sangres más dispuestas al achuchón? Desde luego que sí.

No acabé de entender Santiago. Claro que es una ilusión lo que un viajero siente a veces al marcharse de un nuevo lugar: que encontró las claves que explican sus rarezas, que llegó a entrever su alma, que acabó por no necesitar el mapa. Claro. Estuve en Santiago de Chile tres días y cuatro noches. Mi paseo partió de la sorpresa de descubrir un metro más propio de una aburrida ciudad noreuropea que del cono sur y acabó en la obsesión por ubicar desde cada rincón de la ciudad la cordillera de los Andes. No es lo mismo vivir en una meseta que en una urbe como ésta, a la sombra de montes que parecen el forillo de una ópera. Ese escape constante, esa fuga de la mirada hacia la cumbre tiene que servir de algo. Seguro.

Un patio de inspiración zen para mostrar tendencias de moda llegadas de Europa convive con familias que convierten las esquinas de los parques en el salón de su casa. Desenfado y griterío a dos metros de nostálgicos (muchos, muchos más de lo que pensaba) de la mano dura. Más de esa Latinoamérica que tenemos los españoles en la imaginación, en un escenario frío y cuadriculado, a la europea. No acabé de entenderla.

Me quedé con ganas de subir al cerro (al grande), de experimentar el recuerdo del terror en Villa Grimaldi y de recorrer más mapa, pero no había tiempo para más. Sí pude comprar unos libros que me habían encargado (¿por qué no permiten a los lectores adictos un bonus track de kilos en el equipaje de los aviones…?), cenar con Alejandro Zambra (en Liguria, un placer y un buen intento por su parte de explicarme qué es eso de ser chileno), conocer la marcha chilena y probar su pisco sour, que como me dejó claro Alejandro, es peor que el peruano.

Qué fantástico es sentir que el mundo es muy grande.

El metro.

El Mercado Central.

Samtiago desde el cerro.

Mi hotel.

miércoles, 22 de octubre de 2008

Rosario y los clubs de pescadores

Rosario es una ciudad que es un río. Una ciudad que se abre a un río y un río que se bebe una ciudad de un solo trago. Después de unos días (que perecen semanas) en Buenos Aires, los cielos abiertos hasta el deslumbre de Rosario y la dureza marrón turbio del Paraná me sentaron bien. Fue bonito dar el taller allí: poco público, pero encantador y muy interesado. Un centro cultural inmenso (cómo iba a ser de otro modo en este país, que de nuevo me rompe las escalas) en el que nos refugiábamos entre revistas viejas y moqueta para hablar de revistas nuevas y pantallas. Un largo paseo con vistas al río lleno de pandillas adolescentes, parejas arruchándose, gente haciendo footing y un centro de arte contemporáneo lleno de colores.

Las ciudades son lo que hacemos de ellas, y yo con Rosario sé que acabaré por reducirla a un lugar: los clubs de pescadores. Plataformas de hierro y madera que cuelgan sobre el mar, para que los aficionados a la caña pasen las horas pendientes del hilo y luego, cómo no, rematen la faena comiéndose en días de fiesta una buena boga, un dorado o cualquier otro pescado del gran río. Ni el paso de gigantescos barcos de carga rompe la rutina del pescador. El Club Mitre, La Rosarina y otros más, lugares que, más que quedar congelados en el tiempo, han hecho de éste una medida propia. Ni el mejor director de arte podría acercarse a todo esto: faltaría esa mesa terriblemente fea, el anacrónico figrorífico, el plástico que sustituye al vidrio roto. Comer en uno de ellos es uno de esos lujos que no puedes medir, sólo disfrutar.

Ya me fui de Rosario. Ahora me dedicaré a recordarla viendo fotos.

Primer encuentro con el Paraná.



Paseo.



Pieles Federico. Escaparatismo bizarro.



A la salida del taller.



Club Mitre.



Paraná.



El MACRO.



Última planta del MACRO.



Un futuro bife de chorizo.



Parque España y sus columnas...



Club La Rosarina.



A mesa puesta en La Rosarina.




Cruzar los Andes.

domingo, 12 de octubre de 2008

Las escalas de Buenos Aires

Hay cosas de las que uno se olvida. Sólo volviendo a Buenos Aires he recordado lo que impresionó hace ocho años, cuando la visité por primera vez, la dimensión de sus portales. Y no sólo. Ocurre también al cruzar las avenidas, cuando uno se sienta en un café y mira los espejos que adornan las paredes, o al mirar a través de algunas ventanas. En Buenos Aires, la mayor parte de lo que te rodea está a una escala mayor. Ocurre con muchas cosas, ya digo, pero me gusta especialmente en los portales. Sobre todo en las zonas adineradas. Inmensas cristaleras. Espacios vacíos. Mucho mármol y mucho años 70. Telefonillos como extraños atriles de dorado brillante. Todo grande y excesivo. Y uno ahí, mirando, intentando entender algo.

No llevo aquí ni una semana, pero la sensación es de mucho tiempo. Cogí pronto el ritmo, y ahora escribo desde un pequeño estudio en el barrio de Palermo. La falta de un recepcionista, de unos vecinos que cambien cada noche, me hace sentir más cómodo, más aquí.

Tampoco recordaba el ruido excesivo de la ciudad. El tráfico. Sí la belleza de los argentinos, que salta en cualquier esquina. Lo mismo ocurre con la literatura. Es fácil acabar hablando de libros con el que te vende la empanadas (el primer día que llegué) o la señora que te alquila el piso (esta mañana). En las librerías siempre hay un chico entre los veintipocos y los treintaymuchos que te recomienda la novela bomba de los últimos años o te hace ver que lo que mejor se escribe ahora en este país es poesía. Esta ciudad despierta el ansia por leer.

Por primera vez viajo con trabajo en la mochila, de ése que se va a haciendo a ratos, y lo curioso es que más que pesarme, me aligera. Me produce una deliciosa sensación de inventarme una vida en otro lugar. Hoy pasé la mañana trabajando, y cuando salí, ya pasada la hora de comer (y muerto de hambre, por tanto), tenía las mismas ganas de tragarme la calle que siento cuando me ocurre lo mismo en Madrid.

Qué alegría más simple me da pasar el otoño en la primavera de Buenos Aires.

viernes, 3 de octubre de 2008

Hoy cumplo un año



Hoy hace un año que creé La Semana Fantástica. Como en tantas otras ocasiones y tantos otros temas, nos calentamos mutuamente Pi y un servidor, ¿a que no te haces un blog y…?, y así nacieron No me gusta el cardhu y su hermano semanal y fantástico. Fue una idea muy bonita, Pi. Muchas gracias por emborracharte conmigo.

Y no diré que se me ha pasado volando, porque no es verdad. Justo hoy, haciendo repaso, me doy cuenta de que no. Y de que, en parte, por eso me metí en lo de bloguear: para recordar mejor. Siempre he envidiado a la gente que sabe en qué año le pasó qué cosa. Yo soy incapaz.

Gracias a La Semana Fantástica sé que en un año me pasaron muchas cosas, muchas. Repaso textos y recuerdo mañanas con miedo a poner el pie en la calle, besos inesperados junto a una fuente, un viaje regalado al Caribe, intercambios de camisetas que nunca ocurrieron, un big bang que cambió mi vida, mañanas cocinando y tardes tristes de trabajo gris, Scott Matthew y la muerte de Cocó, nuevos blogs que nacieron para compartir aún más secretos con planetotes, chuikovs y cocacolas, martes complicados y Sacha, mi ahijado, la mayor alegría.

Y porque aparecieron Toshiaki, Sunion, 38 grados, Lara, martín, 4 espinitas, en bujca del tiempo perdido, cuatrocientos mares… y muchos otros.

Estoy contento porque cumplo un año, y porque sé por qué hago todo esto. Y porque me han hecho un regalo difícil de superar: a las 12 de esta noche cojo un avión que me llevará a Argentina y Chile durante un mes. Mejor os lo cuento ya cuando esté al otro lado del charco…

¡Brindo por vosotros!