El verano, entre otros lujos, es para eso, también. Para leer un clásico. El teléfono suena menos, mañana no tengo que empezar pronto a funcionar porque a las 12 tenga reunión, no he quedado por la tarde para ver “esa” película que pronto quitarán, no hay que darse prisa porque cierren el supermercado. Es en la lentitud del verano cuando estamos preparados para abrir las puertas a un clasicote.
Este año le tocaba a
En busca del tiempo perdido, de
Marcel Proust. Y me he dado cuenta de que paseo el libro por la casa, buscando...
...lugares perfectos para leer a Proust:
En la hamaca, con un pie que cuelga y la cabeza apoyada en el borde de la dura tela. Con un suave mecerse. Escucho de lejos las tontas conversaciones en casa de
Madame Verdurin y me sonrío.
Sentado en el borde de la piscina, con los pies en remojo. Se detiene Proust dibujándonos un arbusto cargado de flores y noto el fresquito de una descripción bien hecha.
Tumbado en el sofá estampado de flores y pájaros, en el salón de arriba. El ronroneo del aire acondicionado me atonta. Hay párrafos que me adormecen. Otros me hipnotizan. Párrafos en los que no ocurre absolutamente nada, como en esta tarde.
En el balancín que han comprado este año mis padres. Si le doy fuerte me mareo un poco. Perfecto para las partes más aburridas.
Recién desayunado, en el jardín de
Lara. Ahí empecé a leerlo, eso de
Durante mucho tiempo, me acosté temprano. Aunque ese jardín se merece su propia entrada. Mejor me callo.
Sentado en la hierba, con el periquito puesto. Me gusta el girar frenético del agua, esa manera lenta y efectiva de regar que utiliza mi padre cuando hace falta un extra para algunas zonas del jardín. Chorros que suben dos metros, agua que rebosa, gotas que llegan a mojarme los pies de rato en rato. No entiendo nada de física, no sé por qué sólo me mojo de rato en rato. Por un momento no sé si lo que veo es lo que leo.