Viajar entre las estaciones del año tiene algo enfermizo y extraño. Pasar de un invierno azulado a tardes de sol aplastante no puede ser gratuito. Saltar del verano de Madrid, de piscinas atestadas y noches sin ganas de ir a la cama, al invierno porteño, de tardes en las que aprietas el paso para llegar pronto al calor de casa, no puede ser tan fácil.
Me vine a vivir unos meses a Buenos Aires. Estaré aquí hasta primeros de enero. Cursaré materias de Letras, Edición y Filosofía en la Universidad de Buenos Aires, la UBA. Disfrutaré de los amigos que hice cuando estuve el año pasado, y espero hacer otros, nuevos y buenos. Trabajaré aquí en cosas que ya hacía España; bendito teletrabajo. Visitaré Montevideo y Patagonia. Leeré, comeré carne, quizá me meta en clases de tango… Ése es el plan. Eso es lo que luego haré, o no, porque surjan otras cosas…
Todo es posible ahora. Desayuné en Ezeiza el lunes, amanecía a las 6 y yo miraba las puertas automáticas. El sentimiento era claro y agradable: la ciudad me espera al otro lado. Yo tengo ganas de comérmela, espero que ella se deje comer.
El viaje esta vez es del calor tórrido de Madrid al frío invierno de Buenos Aires. Por ahora tuve suerte, hubo sol, pero hoy ya se nubló y tuve que subirme el cuello de la cazadora. Viajar entre estaciones nos coloca en un estado de alerta. La mudanza que supone cualquier viaje se subraya, juega a equivocarnos. Resulta que ahora, de pronto, es invierno. Siempre he pensado que el frío tiene algo de limpio. Leí hace años a Tanizaki, y explicaba que en Japón los baños se colocaban separados del resto la casa y sin paredes aislantes para conseguir ese efecto de frío, y por tanto, de limpieza. Es como siento ahora mismo agosto, como un tiempo limpio y nuevo, de amanecer, con un azul que iguala las fachadas y crea una sensación de hogar alrededor de cualquier bombilla. Ahora toca buscar bombillas.
Cuando tu cerebro se jubila
Hace 3 horas